Desde la vuelta de la democracia hasta hoy, las reformas legales han producido transformaciones sobre cuestiones que, hasta poco antes de ser votadas, parecían eternas e inmutables. Del divorcio al matrimonio igualitario, muchos de los temas más controvertidos tanto moral como políticamente han terminado por resolverse de forma generalmente más simple de lo que era posible imaginar.
Incluso el aborto, que parecía el más tabú de todos los temas, ha entrado en estos días de pleno en el debate público, independientemente de las motivaciones reales que lo colocaron en la agenda e independientemente de resultado de la votación.
En este contexto, el Régimen Penal Juvenil de la dictadura (decreto 22.278 de 1980) cumple 38 años de vigencia y permanece como el último bastión no tocado por el proceso de reformas mencionado.
Su estructura resulta tan simple cuanto eficaz desde un punto de visto que podría denominarse de discrecionalidad represiva irresponsable. La imputabilidad penal plena a partir de los 16 años y el tratamiento «tutelar» con privación de libertad para los menores de esa edad, cínicamente denominados inimputables, lo colocan en una situación única en el contexto regional.
En el resto de los países de América Latina la adecuación sustancial de la legislación nacional a los dictados de la Convención Internacional de los Derechos del Niño ha generado, desde 1990, sistemas penales juveniles que han establecido la responsabilidad penal juvenil altamente atenuada y diferenciada respecto de los adultos a partir de los 12 años en el Brasil, 13 en el Uruguay y 14 en la mayoría de los países de la región.
En la Argentina, sin embargo, con base en este decreto, todavía hoy más vigente que nunca, entre 1997 y el 2001 se han impuesto 12 sentencias de reclusión perpetua a menores de edad.
Más aun, hace pocos meses e incluso luego de la condena (caso Mendoza 2013) de la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra el Estado argentino, la Pvcia. de Corrientes profirió, en diciembre de 2017, una nueva sentencia de reclusión perpetua a un menor de edad.
¿Es este el Régimen Penal juvenil que encierra el decreto 22.278 de 1980 como afirman algunos trasnochados? Recuérdese, que la grotesca afirmación acerca de que el decreto de la dictadura contiene un sistema penal juvenil se utiliza como un argumento para defender su vigencia.
Se trata de una barbarie insólita, donde el carácter bárbaro de esta norma y sus prácticas no necesitan de mayor explicación, pero el adjetivo insólito si lo exige.
La vigencia del decreto de la dictadura remite hoy, no tanto al apoyo decidido de las fuerzas más retrogradas y oscuras de este país, sino al apoyo entusiasta de fuerzas que, incluso en su profunda confusión, se perciben a sí mismas como progresistas. A veces resulta imposible despegar las mascaras de los rostros.
Luego de 12 años de consignas huecas en materia de derechos humanos, se esperaba que la Argentina aprobara sin mucho trámite una ley penal juvenil como la que rigen en todos los países de la región.
Sin embargo, nada ha pasado y estamos nuevamente empantanados en caprichos que, sin embargo, hunden sus raíces en problemas que seguimos sin resolver y amenazan con devorarnos como sociedad.
Reprimir, incluso brutalmente, no parece constituir el nudo de la cuestión. El problema real parece consistir en hacer o no responsables a los destinatarios de la represión.
Hacerlos responsables genera a su vez, responsabilidad en quien ejerce la represión. La repugnante práctica de las desapariciones encuentra aquí un principio de explicación.
Por un lado, la retórica «progresista» impide establecer el debido proceso penal para los menores de 16 años, por el otro las exigencias de políticas de seguridad que solo se piensan desde el punitivismo mas ramplón impide renunciar a las prácticas de privación de libertad en estos casos.
Es esta cuadratura del círculo y alquimia de imposible solución la que explica la vigencia del decreto de la dictadura.
En vano se trata de disfrazar la privación de libertad de los inimputables con retoricas vacías que intentan nombrar como «políticas sociales».
Todos sabemos que en estos términos el problema carece de solución. A no ser que en realidad la misma consista (como fue el caso del gobierno anterior) en sólo mantener la vigencia de la propuesta normativa de la dictadura.
Es en esta cuadratura del círculo que se encuentra empantanado el proceso de reformas que conduce (¿conduce?) el Ministerio de Justicia.
Su propuesta de establecer responsabilidad penal para los menores de 16 años para delitos como el homicidio, aunque no para otros delitos gravísimos como el secuestro o la violación, son el botón de muestra de esta esquizofrenia jurídica.
Una vaga referencia a unas «políticas sociales» imposibles de definir ya que solo esconden la privación de libertad sin debido proceso, explican la parálisis en que se encuentra un proceso de reforma que no configura un proceso y que finalmente no reforma nada.
En este contexto, la permanencia del decreto de la dictadura puede generar cualquier sentimiento.
A excepción de la sorpresa.