El «consenso» y los peligros de un Frankestein penal juvenil por Emilio García Méndez

Los resultados de la vigencia del régimen penal de la minoridad de la dictadura (decreto 22.278 de 1980), luego de casi 36 años están a la vista.

Imputabilidad plena de los mayores de 16 años sin las garantías de los adultos (12 sentencias de reclusión perpetua a menores de edad entre 1997 y 2002) y, lo que es quizás peor, privaciones de libertad sin debido proceso para los menores de 16 años, en teoría inimputables. En este último caso no es de extrañar el uso creciente que la criminalidad adulta realiza de estos menores inimputables a los que nunca se les podrá determinar jurídicamente su participación en los hechos.

Este régimen penal, es un cadáver insepulto.

Pero, si hay algo que en una seria democracia representativa debería constituir un consenso fuerte es, paradójicamente, el hecho que las leyes penales no deberían jamás producirse por consenso popular. No otra cosa establece, sabiamente, nuestra Constitución Nacional cuando en su artículo 39 establece «No serán objeto de iniciativa popular los proyectos referidos a reforma constitucional, tratados internacionales, tributos presupuestos y materia penal (las negritas son mias).

Las razones son obvias, mucho mas en estos tiempos donde el miedo, la incertidumbre y la manipulación de los espíritus pueden producir consecuencias tan desastrosas como difíciles de revertir.

En el contexto del debate sobre una ley penal juvenil (las negritas son mías) una circunstancia como la anterior no puede ser ignorada.

En forma mas que correcta desde el punto de vista institucional dada la naturaleza de la ley en cuestión, el Ministerio de Justicia ha asumido la función de articulador de este debate. Se supone que en un caso como este, con mayor razón si se trata de un gobierno sin mayoría parlamentaria el camino (tantas veces transitado) debería consistir en la producción, por parte de un numero razonable de especialistas en la materia, de un proyecto de ley a partir del cual negociar en el congreso los imprescindibles consensos políticos con las bancadas interesadas en la aprobación de una ley de este tipo.

No es este desafortunadamente el camino elegido. En un proceso tumultuario, confuso y asambleísta, que pareciera irse de las manos a las sanas y serias intenciones del Ministro de Justicia, cientos de participantes y miles de papers se amontonan para contribuir a una discusión signada por la fragmentación de la que nadie sabe, y ni siquiera puede imaginarse, a ciencia cierta como podrá extraerse alguna conclusión útil.

La renuncia del Ejecutivo a instalar y ordenar el debate a partir de un anteproyecto de ley o por lo menos, de una serie de principios claros que orienten la reforma, puede producir resultados tan inesperados como problemáticos.

En un rio revuelto de estas dimensiones, solo podrán pescar aquellos pescadores de fondo turbio e ideas retorcidas. Debemos precavernos que una metodología como esta no termine produciendo un verdadero Frankenstein jurídico que acabe generando algo que hoy parece imposible: empeorar la situación preexistente.

Cualquier ley que se apruebe, por desastrosa que esta sea, tendrá la legitimidad de lo nuevo, por eso cualquier cuidado con la calidad técnica del texto será poco para evitar males mayores.

Pero que sería un Frankenstein jurídico en este contexto?

En todo caso, sería un proyecto que incorpore mas discrecionalidad arbitraria y mas subjetividad de la que ya hoy impera. Cualquier variante de la teoría del discernimiento que dejara en manos de algún profesional la capacidad de decidir, en cada caso, si el adolescente actuó o no como adulto o la elección de algunos tipos penales graves para realizar una imputabilidad selectiva, harían entrar por la ventana al «tratamiento tutelar» de la dictadura que se estaría echando por la puerta.

No se trata de verificar, caso a caso, si hay «adolescentes que saben lo que hacen al delinquir». Un niño de cinco años sabe que no esta bien sacarle un ojo con un lápiz a un compañerito y si no lo sabe no es porque sea niño, sino porque tiene sus facultades mentales alteradas.

Una ley de responsabilidad penal juvenil en línea con la Convención de los Derechos del Niño, prescinde totalmente de estos mamarrachos jurídicos discrecionales hoy totalmente abandonados en toda América Latina.

Y los penalistas argentinos, visto que se trata de una ley diáfanamente penal? Bien gracias. El único que claramente se ha pronunciado, y obviamente en contra, resulta el inefable Raúl Zaffaroni.

En una sentencia de la Corte Suprema, pero salida de su pluma personal, del 2 de diciembre del 2008, este operador todo terreno se anticipo varios años a este debate.

En la misma, no solo se declara constitucional el decreto 22.278. de 1980, sino que se permite y se insta al uso de la privación de libertad sin debido proceso para los menores inimputables. Todo esto en nombre de su «protección».