LA RESPONSABILIDAD PENAL JUVENIL O LA NECESIDAD DE UN MILAGRO EN EL CONGRESO por Emilio García Méndez y Laura Musa

Como viene sucediendo desde hace mas de 30 años, por razones que en esencia y en sus detalles resultan siempre un misterio, solo algunos delitos graves al azar, real o presuntamente cometidos por adolescentes que no han cumplido los  16 años, disparan un intenso,  confuso y esporádico debate en los medios de comunicación.

No es el caso de los mayores de 16 años que, por imputables según el decreto de la dictadura 22.278 de 1980, son tratados como adultos. Doce sentencias de reclusión perpetua, entre 1997 y 2002, que han provocado la condena firme de la Corte Interamericana de Derechos Humanos  y penas elevadísimas que continúan hasta hoy, explican la ausencia de alarma social por esta franja de 16 a 18 años.

Paradójicamente, el debate fuerte lo provocan los “inimputables” menores de 16 años que, a pesar de que normativamente no pueden ser procesados como los adultos, en los hechos y selectivamente son tratados mucho peor.

Al fin de cuentas resultan el único colectivo de seres humanos privados de libertad sin imputación y sin debido proceso en la República Argentina. Un número vago pero que gira en torno a los 400 se encuentra hoy efectivamente privado de libertad y cada vez mas vergonzantemente escondidos por las autoridades responsables por su detención.

Si en los mayores de 16 años el problema real se encuentra en la barbarie de las penas que nos han llevado a ser el país mas atrasado y mas brutal en la materia en toda América Latina, en los menores de 16 el problema es doble. De un lado la privación de libertad sin debido proceso y, del otro, su creciente utilización por la criminalidad adulta debido a que su carácter de “inimputables” no les evita la privación de libertad sino la ausencia de las garantías mas elementales.

La fuga o la presencia de un buen abogado, suelen subsanar a posteriori estos “inconvenientes”, cuando se trata de adolescentes vinculados a alguna forma de criminalidad organizada. A los otros, la crueldad bondadosa de la hipócrita discrecionalidad tutelar los priva de libertad para “protegerlos”.

Es por estas complejas razones que necesitamos un sistema penal juvenil (como el que tienen todos los países de América Latina) entre los 14 y 18 años. Un sistema con las garantías del debido proceso y, tal como lo dispone la Convención Internacional de los Derechos del Niño, con medidas de privación de libertad para los delitos más graves, como último recurso y  por el menor tiempo posible.

Con una estrategia que ha garantizado el inmovilismo hasta ahora, grupos que se auto perciben como progresistas, generalmente nostálgicos de la “década ganada”, han etiquetado y denunciado como “baja de edad de la imputabilidad” cualquier intento serio de aprobar un verdadero régimen penal juvenil. Esta es la suerte que corrió un proyecto en la materia aprobado por unanimidad en el senado de la nación en diciembre de 2009 y posteriormente destrozado en la cámara de diputados.

Desde hace dos meses,  por las mismas razones de siempre, y con las mismas confusiones de siempre, estamos inmersos una vez más en un debate de esos a los que ya estamos acostumbrados.

Las tentaciones de  “atajos innovadores” están a la orden del día y mas fuertes que nunca. Todo lo abandonado en la región por injusto o por inutil (o por ambas cosas) se nos aparece como opción preferencial y sobre todo como panacea en estos días.

No el trabajo paciente y continuado, sino la fórmula mágica.

Los elementos para la construcción de un Frankenstein penal juvenil es lo único que se filtra como trascendido de las nebulosas propuestas del ejecutivo conocidas hasta este momento.

Una vuelta a la vieja teoría del discernimiento, dejando en profesionales no jurídicos la decisión de la imputabilidad o la utilización selectiva de algunos tipos penales para declararlos imputables , sin renunciar eso si a la privación de libertad  sin debido proceso  como forma de “protección” para aquellos que continúen siendo “inimputables”.

El contexto de la profunda crisis actual de la seguridad y la pretensión de establecer consensos por aclamación justamente allí donde nuestra Constitución los prohíbe (art. 39) auguran el único resultado que parecía hasta hace poco imposible: empeorar la ya caótica situación preexistente.

¿Podrá el Congreso bajo estas condiciones constituirse en un filtro de racionalidad?