El proyecto de código procesal penal ha generado una serie de discusiones que solamente a un ingenuo, de los que ya no quedan, se le ocurriría caracterizar como jurídicas.
Para bien o para mal, en su forma y en su contenido este proyecto expresa una concepción de la política que está destinada a dividir, transversalmente, las aguas del espectro político argentino. En un debate a los empujones fiel al estilo gobernante, el proyecto tendrá muy probablemente el tipo de trámite exprés al que ya estamos acostumbrados. Mucho más en un caso como este, en que algunas críticas de “adentro” sólo son superadas en incomodidad por algunos apoyos de “afuera”.
Para ser mas precisos, el tema del vaguísimo y discrecional concepto de “conmoción social” como elemento legitimante de la prisión preventiva y la potencial expulsión de los extranjeros, parecen ser los caballos de batalla de un progresismo que, rasgándose las vestiduras, descubre en este proyecto una isla de arbitrariedades en un mar de garantías: un relámpago en cielo sereno.
Para colmo de males, la propuesta no sólo es inconstitucional sino absolutamente inútil desde el punto de vista de la eficacia en materia de seguridad ciudadana.
Sin embargo, sostener una “perplejidad” como esta exige un esfuerzo particular. En primer lugar, ignorar que a más de 10 años de gobierno “popular”, el Régimen Penal de la Minoridad vigente y aplicable (Decreto 22.278 de 1980), lleva la firma inconfundible de Jorge Rafael Videla. Una norma que ha hecho posible, como caso único en toda la historia de América Latina, doce sentencias a reclusión perpetua de menores de edad que tenían entre 16 y 17 años al momento de cometer los delitos y tal vez, peor aún, la prisión por “protección” de los menores de 16 años, hipócritamente denominados “inimputables y no punibles” por el propio decreto de la dictadura. Condenas que, por otra parte, motivaron una, de las cuatro sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, solo en materia de infancia, contra el Estado argentino.
En cuanto al tema de la expulsión de los extranjeros, la sorpresa no debería ser tal, ya que de alguna forma no significa otra cosa que exhumar la tristemente célebre ley de Residencia 4144 de 1902, parcialmente derogada recién en 1958. Esta ley de Residencia que permitía expulsar del país a los extranjeros indeseables (indeseables para los dueños del país), tuvo su continuidad 17 años después con la aprobación de la ley de Patronato “Agote” 10.903 de 1919.
Diecisiete años después de la ley de Residencia, los extranjeros “indeseables” empezaron a tener hijos que no pudiendo ser expulsados de país como sus padres, fueron expulsados al interior de la instituciones de “protección” de menores tal como continua sucediendo hoy con sus bisnietos.
Derogada la ley de Patronato en el 2005 y sustituida por la ley de infancia 26.061, su espíritu y letra (el de la ley de Patronato), subsiste hasta hoy en el art.4 del decreto 22.278 que permite la privación de libertad como forma de “protección” de los menores pobres. ¿Un relámpago en cielo sereno, o la frutilla de una torta que un cierto progresismo hace años se niega a ver con el argumento del mal menor?.
He aquí un debate interesante que tarde o temprano terminará por abrirse. Lo que, sin embargo, me parece menos debatible es la potente afirmación de Hannah Arendt cuando dice que, “Aquellos que escogen un mal menor, rápidamente olvidan que han escogido un mal”.
Artñiulo elaborado por Emilio García Méndez