El análisis de Emilio García Méndez, Presidente de la Fundación SUR Argentina
Con presencia de destacados especialistas nacionales y extranjeros el 9 de noviembre la Asesoría General Tutelar de la Ciudad de Buenos Aires desarrolló en la Facultad de Derecho de la UBA una jornada para debatir los alcances y el sentido de una justicia especializada en materia de infancia. Mucha y poca agua al mismo tiempo ha corrido bajo los puentes del derecho y la justicia en estos últimos años en esta materia. Mucha, porque la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA) cuenta desde hace ya varios años con una ley procesal penal juvenil de excelencia y avanzada; poca porque a nivel nacional sigue vigente como una suerte de camisa de fuerza de las jurisdicciones provinciales una ley de fondo que ni siquiera constituye una ley sino un decreto de la dictadura militar: el 22.278 de 1980, régimen penal de la minoridad, vigente.
No han pasado muchos años desde que algunas legislaciones minoristas latinoamericanas derogaron normas que expresamente prohibían la presencia del abogado (es decir, de la defensa jurídica), en casos de naturaleza penal que involucrasen a menores de edad. Técnica y objetivamente hablando, la Argentina constituye hoy el país al mismo tiempo más atrasado y más brutal en la materia. Más atrasado, porque es el único país de América latina que no cuenta con una ley de responsabilidad penal juvenil (LRPJ) y más brutal porque la Argentina es el único país en la historia de América latina que ha irrogado sentencias de reclusión perpetua a menores de edad; doce sentencias de este tipo para ser más exactos entre 1997 y el 2003 (cfr. “Sentencias de reclusión perpetua y prisión perpetua a personas menores de 18 años de edad en la República Argentina –1997-2003–, Ed. Unicef Argentina – Colegio Público de Abogados de la Capital Federal, Buenos Aires, 2003).
Paradójicamente, en la contracara de las peores tendencias normativas (decreto 22.278) y sobre todo jurisprudenciales (fallo de la CSJN “García Méndez-Musa” del 2008) –en la medida en que constitucionaliza el mencionado decreto y legitima, en abierta violación a la Ley de Infancia, 26.061, el uso de la privación de libertad como forma de “protección” de menores que el propio decreto de la dictadura designan no sólo como “inimputables”, sino también como no punibles– surge como nítida conclusión del evento el carácter estratégico del debido proceso como condición ineludible de legitimidad de todo el sistema de justicia especializada en materia de infancia.
Mucha agua ha también corrido bajo los puentes del derecho entre aquel lejano fin de la década de los ’80, donde una interrogación a los jueces de menores de una entera provincia aseguraba que la “presencia de abogado en casos penales que involucrasen a menores de edad era la prueba irrefutable de que el menor era culpable”, a la plena conciencia de nuevas generaciones de jueces, fiscales y defensores acerca de que el debido proceso y la defensa técnica en juicio constituyen no sólo una garantía del imputado frente a la Justicia, sino de la propia Justicia frente a los poderes fácticos de la opinión pública y los medios de comunicación. Aun así, la justicia de infancia de la CABA carece todavía de una defensa pública especializada en la materia.
El problema tiene su historia y “quien no la conoce está condenado a repetirla”, tal como lúcidamente lo afirmaba el poco conocido filósofo
hispanoamericano George Santayana (1863-1952). Si la relación entre infancia y derecho en general ha sido a lo largo de la historia complicada, mucho más lo ha sido respecto de las garantías universales e irrenunciables que a favor de niños y adolescentes contienen los textos constitucionales. Durante noventa años, desde la aparición de la especificidad jurídica moderna de la infancia (el Tribunal de Menores de Chicago de 1899), hasta la aprobación de la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989, funcionó una suerte de acuerdo neutralizador en cuanto a la vigencia concreta de dichas garantías.
¿Cuáles eran las características de ese acuerdo y cómo y por qué se resquebrajó su legitimidad? Se trataba de un acuerdo implícito y prácticamente unánime, que sólo una particular interpretación latinoamericana de la CDN permitió poner seriamente en tela de juicio. La interpretación de la CDN que logró imponerse, pero que hoy está seriamente amenazada, mucho más por las prácticas concretas que por los discursos, colocaba con fuerza y honestidad intelectual al niño y al adolescente como sujetos de derecho. Esa interpretación, que cuestionó seriamente en su momento las prácticas y los discursos imperantes, encuentra hoy más dificultades que nunca, porque se sigue enfrentando no sólo a las viejas prácticas que continúan en buena medida inmodificadas, sino también a un discurso que ha cambiado en apariencia para volverse al mismo tiempo más banal, más hipócrita y,
por supuesto, más cínico.
Peor aún, las viejas prácticas han recibido un baño de legitimidad nada menos que de carácter constitucional, de la mano de íconos del progresismo argentino, como es el caso del profesor Raúl Zaffaroni. Este jurista, miembro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, es el ideólogo de un fallo (que ha dado lugar a la llamada “doctrina Zaffaroni”) que será recordado como el mayor retroceso en materia de derechos humanos de la infancia durante la vigencia de la vida democrática argentina. El 2 de diciembre de 2008, la Corte Suprema argentina convalidó la constitucionalidad del decreto 22.278 de 1980, que permite la utilización de la privación de libertad por “protección” para menores de 16 años. Menores de edad que, considerados inimputables y no punibles por el mencionado decreto, no pueden ser sometidos a ningún proceso judicial, lo que no impide, sin embargo, ser enviados, ahora con el beneplácito del más alto tribunal, a una vulgar cárcel de menores. Pocas veces una sentencia de la Corte Suprema ha sido tan flagrante y explícitamente contraria a derecho como en este caso.
Es en este contexto que debe valorarse el papel formal y real de la Convención Internacional de los Derechos del Niño. La Convención no sólo cambia el futuro de los derechos de la infancia, sino que particularmente cambió radicalmente la lectura del pasado permitiendo entender la cultura del doble estándar: las políticas sociales universales para niños y adolescentes y la (vieja) justicia de menores para esa especie de categoría residual de la infancia (los menores). Paradójicamente, esta cultura del doble estándar impactó profundamente en los componentes de los sistemas de justicia, que entendieron y todavía entienden a la “especialización” como una forma de legitimar su apartamiento de los principios constitucionales que guían al conjunto de los procesos judiciales, muy en particular a aquellos de carácter penal.
Constitucionalizar la justicia de la infancia y concebir una defensa (especialmente pública) eficiente y sin crisis de identidad, constituye la condición imprescindible, no sólo para asegurar también para los menores de edad las conquistas del Estado de derecho, sino también como una forma de impedir el uso de instrumentos de naturaleza penal para “resolver” uno de los más graves problemas sociales de las sociedades contemporáneas: asegurar condiciones de dignidad y ciudadanía para los adolescentes pobres de las periferias urbanas.
Fuente diariobae.com